02 | LEONES Y LOBOS

Los Stark esperaban en fila la llegada del rey. Su carruaje había sido avistado a pocos minutos de las puertas del castillo, así que Ned había reunido a toda su familia para recibirlo. Él se encontraba al frente junto a Catelyn y sus hijos, mientras que Edeline, sus propios hijos, Jon y Theon permanecían detrás de ellos, manteniendo una distancia decente.

Edeline vestía un elegante vestido en suaves tonos de azul y gris, decorado con intrincados bordados que su hija había cosido con esmero. El diseño tenía una belleza serena que reflejaba el espíritu del Norte, e incluía detalles en cálidos tonos blancos para armonizar con las pieles de lobo que colgaban de sus hombros y las de sus hijos, un toque práctico para el clima frío que ya comenzaba a sentirse.

Mientras el viento agitaba suavemente los pliegues de su vestido, Edeline se permitió un instante de calma para contemplar a sus hijos, que conversaban entre risas a su lado. Sin embargo, ese momento de quietud se rompió de pronto por un alboroto que surgió frente a ella.

Alzó la vista justo a tiempo para ver a Arya correr hacia su padre con un casco puesto, los mechones oscuros escapando de su trenza deshecha. La niña parecía una pequeña guerrera decidida a desafiar el protocolo, y Edeline sonrió con ternura, incapaz de contener la calidez que le provocaba esa imagen. Arya siempre había sido un torbellino indomable, tan distinta a Sansa y tan parecida, en parte, a cómo había sido ella misma de niña.

Ned la detuvo con suavidad pero firmeza, sujetándola del brazo—. ¿Qué haces con eso en la cabeza? —espetó mientras le quitaba el casco. Luego, le hizo un gesto para que se uniera a sus hermanos—. Ve.

Le entregó el casco a Ser Rodrik Cassel, que aguardaba a unos pasos, sin decir una palabra. Ned intercambió una mirada con su hermana, quien intentó disimular su sonrisa, pero fue traicionada por su mirada. Él negó con la cabeza con resignación, antes de volverse a su sitio, justo cuando las puertas de Winterfell comenzaron a abrirse con un chirrido solemne.

Una larga procesión de caballos cruzó el umbral, pisando la tierra endurecida por el frío. Los estandartes dorados de los Lannister y el venado coronado de los Baratheon ondeaban en el viento. En las primeras filas, montando con una expresión arrogante, iba el príncipe Joffrey.

Detrás de él, avanzaba un hombre cubierto por una armadura negra y un yelmo con forma de cabeza de sabueso: Sandor Clegane, conocido como El Sabueso. Su presencia era imponente, más bestia que hombre, con una cicatriz tallada a fuego y una mirada que rara vez se desviaba de la amenaza más próxima. Un guardaespaldas ideal para un príncipe tan arrogante como el que lo precedía.

El carruaje real, con detalles dorados y el escudo de los Baratheon esculpido en sus puertas, se detuvo a unos metros de la familia Stark. El ambiente se tensó apenas un segundo antes de que los guardias comenzaran a bajar de sus caballos y el rey apareciera entre ellos.

Robert Baratheon avanzó a paso firme, abriéndose paso entre la comitiva como un oso decidido a alcanzar su presa. Se movía con pesadez, el cuerpo hinchado por los banquetes y la bebida, muy lejos del joven guerrero que alguna vez había sido. Cuando se detuvo frente a ellos, todos los presentes se arrodillaron, como dictaba la tradición ante el Rey de los Siete Reinos.

La llegada del rey siempre era un espectáculo, pero para Edeline, esa escena tenía un peso distinto. No era solo el fin de un largo viaje... era el principio de algo más. Algo que, en el fondo, no auguraba nada bueno.

—Su Alteza —dijo Ned una vez que se levantó.

Hubo un momento de silencio mientras Robert observaba a Ned con los ojos entrecerrados hasta que dijo—: Engordaste —luego, soltó una carcajada, inclinándose para abrazarlo. Cuando se separaron, Robert se giró hacia Catelyn con una sonrisa—. ¡Cat!

—Su Alteza —respondió Catelyn, abrazándolo.

Robert se volvió hacia Ned—. Nueve años. ¿Por qué no te he visto? ¿Dónde diablos has estado?

—Vigilando el norte, Su Alteza —respondió Ned—. Winterfell está a su disposición.

La atención de Robert se volvió hacia los hijos de Ned, y comenzó a caminar hacia ellos—. ¿A quién tenemos aquí? Tú debes ser Robb —dijo, mientras se frenaba frente a él y lo saludaba. Luego se paró frente a Sansa—. Dios, sí que eres bonita.

—Ew, eso es espeluznante —murmuró Lyarra en voz baja, para que solo su madre y hermano la escucharan.

—Sí, es un pervertido —susurró Edd.

Edeline se inclinó hacia ellos, murmurando en voz baja—: Ahora no.

—¿Cómo te llamas? —dijo la voz de Robert.

—Arya —respondió la niña con molestia.

Él asintió, y continuó hacia donde estaba Bran—. Oh, muéstranos tus músculos —Bran lo hizo, y él rió—. Serás un soldado.

Cuando Edeline lo vio darse la vuelta con la intención de alejarse, se aclaró la garganta con fuerza—. Creo que olvida a alguien, Su Alteza.

La cabeza de Ned se giró hacia ella, reprochándola con la mirada mientras la veía mantener la mirada fija en el rey. Sin embargo, Robert no comentó sobre ello, y caminó hacia ella con una sonrisa en el rostro que le retorció el estómago.

—Ah, Edeline, nunca me olvidaría de ti —dijo Robert, tomando su mano y depositando un beso en ella.

—Su Alteza —saludó Edeline—. Me siento halagada, pero no hablaba de mí.

—¿No? —preguntó Robert, frunciendo el ceño.

Edeline negó con la cabeza—. Hablaba de Jon, el hijo de Ned.

En cuanto lo dijo, Jon jadeó con fuerza, desviando la mirada, y Edeline observó cómo Catelyn se tensaba al escucharla, pero no le importó. Él era tan hijo suyo como los demás.

—Por supuesto —dijo Robert, caminando hacia Jon—. Te ves... decente.

Su tono fue hostil, y Edeline sintió la ira hervirle en las venas, pero se obligó a calmarse al cruzar su mirada con la de Jon, quien parecía intentar asegurarle que estaba bien.

—Gracias, Su Alteza —respondió Jon, inclinándose.

Robert asintió, girándose hacia los hijos de Edeline—. Supongo que ustedes son los gemelos de Edeline.

—Sí, Su Alteza. Soy Eddrick —dijo su hijo, inclinándose—. Y esta es mi hermana, Lyarra.

Robert asintió antes de girarse hacia Lyarra, su expresión volviéndose más suave—. Cielos, el gen Stark es evidente en ti.

—Su Alteza —dijo Lyarra, saludándolo.

Los sonidos de pasos acercándose llamaron su atención, y todos se giraron para ver a la reina descender del carruaje. Cersei Lannister era, indudablemente, una mujer hermosa. Lo había sido desde muy joven. Con sus vestidos perfectamente entallados, collares lujosos y una presencia imponente, era considerada una de las mujeres más admiradas de los Siete Reinos.

Pero esa admiración no tardaba en desvanecerse una vez que abría la boca. Su belleza, aunque innegable, quedaba opacada por una personalidad narcisista y una lengua afilada. Era evidente que la reina amaba por encima de todo su poder, y que no dudaría en aplastar a quien se interpusiera en su camino, incluso si lo hacía con una sonrisa pintada en los labios.

En cuanto Edeline desvió la mirada de la reina, su respiración se entrecortó al posarse en un jinete a la distancia.

Jaime Lannister contemplaba la escena con una expresión de aburrimiento en su rostro. Su armadura relucía como si no conociera la batalla, y su cabello dorado caía perfectamente sobre sus hombros. Se veía tan seguro de sí mismo, tan insolente sin necesidad de hablar, que era difícil no sentir irritación.

Edeline había coincidido con él solo un puñado de veces en el pasado, en Torneos y reuniones breves en el Sur, pero para ella, aquellas ocasiones habían sido más que suficientes para llegar a una conclusión firme: Jaime Lannister era un auténtico imbécil. Uno encantador, sí, con modales pulidos y una sonrisa que podía desarmar a cualquiera, pero un imbécil al fin y al cabo.

Era arrogante, cínico y brutalmente pragmático. Todo en Jaime Lannister, desde la manera en que sostenía las riendas con descuido hasta la forma en que evaluaba a los presentes con una ceja apenas alzada, exudaba una confianza irritante, como si supiera que el mundo le pertenecía y no hubiese nada que pudiera arrebatárselo.

Edeline sabía que no era más que una fachada forjada por años de privilegio y arrogancia... y aun así, no podía negar que se veía endemoniadamente bien enfundado en su armadura dorada. El sol del mediodía contra su piel le daba el aspecto de una figura sacada de una historia heroica, aunque ella bien sabía que los cuentos no siempre contaban la verdad.

No se dio cuenta de cuánto tiempo llevaba observándolo hasta que sintió un leve codazo en su costado.

—Madre —dijo Eddrick, observándola con los ojos entrecerrados—. ¿Qué pasa?

Ella parpadeó, como saliendo de un trance, y bajó la vista, obligándose a soltar un suspiro disimulado—. Nada, Edd —respondió, sonriéndole—. Solo me distraje.

—¿Quién es ese? —preguntó Lyarra de repente.

—Ese es Jaime Lannister —explicó Eddrick—. El hermano mellizo de la reina.

Lyarra asintió—. Es apuesto.

—¡Lya, ew! —espetó Eddrick.

La voz de Ned se alzó—. Mi reina —dijo, besando la mano de Cersei.

—Mi reina —repitió Catelyn, inclinándose ante ella.

—Llévame a tu cripta —le dijo Robert a Ned de repente—. Quiero presentar mis respetos.

—Estuvimos viajando un mes, mi amor —dijo Cersei, su tono duro—. Los muertos pueden esperar.

Robert la ignoró—. Ned.

Ned asintió y comenzó a caminar junto a él en dirección a las criptas, donde descansaban los restos de Lyanna y la mayoría de los Stark. A su paso, el silencio se volvió más denso, casi solemne. Cersei intercambió una rápida mirada con Catelyn y Edeline, sus ojos tan fríos como su tono indiferente, antes de girarse con elegancia y caminar hacia su hermano.

Edeline la siguió con la mirada, observando cómo la reina se acercaba a Jaime. Pero antes de que sus ojos pudieran posarse del todo en Cersei, se encontró con la mirada del Matarreyes clavada en ella.

Jaime la observaba con una sonrisa leve, casi provocadora, como si supiera algo que los demás ignoraban.

En ese instante, Cersei se detuvo junto a él y le susurró algo al oído, lo bastante bajo como para que nadie más lo oyera, pero él no dejó de observar a Edeline. Su estómago se tensó, y decidió desviar la vista con rapidez, sintiendo el calor de esa mirada persiguiéndola incluso cuando ya no lo miraba.

Sin decir una palabra más, se dio la vuelta y se marchó.

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